por: Sam Mendoza Kong
Su cabellera cana se desliza por su cabeza impávida ante la cantidad de gel aplicada después del baño con la intención de lograr un peinado hacia atrás que a medio día se ha revelado de permanecer en sitio. Sus ojos son pequeños pero sus párpados se abren en una mueca característica para mostrar el color azul de sus pupilas y ese brillo especial cuando sonríe al mirarme.
Por las mañanas, una vez que ha logrado levantarse, baja enfundado en una bata de toalla que tiene probablemente más años que él mismo. No le importa verse guapo a esas horas. Lo que sí exige es una humeante taza de chocolate hecho con molinillo y meneado hasta que la leche es prácticamente pura espuma. Aún con el dulzor, añade azúcar, en proporción de varias cucharadas, según él para mitigar el amargor del cacao. A continuación, se unta un pan con mantequilla por la que luego pasa una cuchara rebosante de cajeta o mermelada y viene la primera mordida, su cara parece llegar a algún tipo de limbo de placer.
-Buenos días nenita. -Me dice dulcemente, mientras continúa masticando como un niño el trozo restante.
Me hace sonreír verlo contento. Antes de salir a trabajar, me desayuno con él y platicamos de lo que está por venir para mi día. Todo le admira y para cada cosa me facilita alguna pregunta interesante de reflexión o me aporta algún consejo útil y sencillo de llevar a cabo. Los tomo de quien vienen como si me dieran una joya muy preciada que puedo ocupar a mi antojo, lo sé porque cuando le hago caso, los efectos se notan. Mi abuelo es un sabio me digo.
A mi regreso del trabajo, ya está sentado en su sillón favorito como lo haría un rey que desde su trono domina la escena de su palacio. Se halla al centro de la sala, mirando hacia la puerta de la cocina, por la que aparecen uno a uno sus personas favoritas para desembocar a la pasarela que es el pasillo, luego de vencer el mecanismo retráctil que abre y cierra la puerta con facilidad.
La gente que ayuda en su casa ya sabe que a las 5 de la tarde, religiosamente se sirve el té. Desde que mi abuela falleció, nos falta aquella hermosa ceremonia de verla servirlo, haciendo gala de sus modales elegantes, de sus finas maneras; ahora ya no es lo mismo, pero él no deja la costumbre de lado y espera que nos traigan la tetera, las tazas, las cucharas pequeñas, una generosa cantidad de leche y azúcar y que el agua esté humeando.
A un lado de su sillón hay una generosa cantidad de discos en formato LP y una consola que los toca para la que me pide elegir lo que escucharemos esa tarde. Hay tríos en abundancia: Los Ases, Los Tres Diamantes, Los Tres Caballeros, Los Dandys; o -¿quieres algo más clásico quizás? -me pregunta. Su favorito es: Beethoven, que gracias a él, aprecio mucho también.
Coloco el disco en la consola y disfruta de los primeros acordes. A continuación me pregunta sobre cómo ha ido mi día y qué nuevas maravillas le pueda contar sobre los mecanismos que hacen funcionar a las bombas de infusión, los pacientes que vi, las cirugías a las que asistí.
Cada tarde hacemos este ritual. Casi lo espero con ansia, sé que él lo hace también. Desde que vivo en su casa, nos sentamos e intercambiamos largas charlas en la sala o vamos a su taller y pasamos tiempo valioso juntos, conociéndonos, cuidándonos, aprendiendo uno del otro. Hablamos de libros, me enseña sus revistas de National Geographic, sus trenes, los crucigramas, las sopas de letras. Me cuenta de sus días en la radio o ensamblando la torre de control de los aviones del aeropuerto. Me habla de cuando salía de paseos al campo, de alguna travesura a mi abuela. Se ríe espontáneo y a veces con toda la extensión de esa “mazorca” dental.
De repente salimos al parque y me vuelvo su niña pequeña tomando su mano mientras vamos a comprar un helado y nos sentamos como dos cómplices traviesos a devorarlo. Nos entendemos a veces sin hablarnos. Lo miro de reojo y encuentro en su pícara mirada, que ha echado el vistazo a alguien que pasaba y me pregunta si de casualidad es de mi tipo, si me atrae. Me río, mi abuelo al parecer quiere conseguirme novio todo el tiempo.
Alguna tarde nos escapamos al cine. Es un cinéfilo empedernido, ama las películas de acción y piensa en particular que son buenas si a los primeros cinco minutos la pantalla parece habernos bañado de sangre, lo cual no gozo para nada y sin embargo, cuando lo veo tan metido en la historia y voltea hacia mí, me vuelvo a sentir contenta de simplemente estar ahí con él, acompañándolo en algo que disfruta tanto.
Un día se atoró en la butaca del cine, no podía salir para pararse, nos reímos como locos mientras el cine nos callaba a ambos. Cuando logré ayudarlo a pararse, las ganas de ir por dulces se le habían esfumado, pero no mi sonrisa.
Luego de cenar, cuando la noche había colocado su manto sobre la tierra y todo estaba cobijado bajo los rayos de la luna, me invitaba al jardín. Nos deteníamos curiosamente en el mismo punto y luego descubrí por qué. Resulta que justo en esa parte del enorme espacio, mi abuelo colocó su planta favorita, un Huele de Noche y justo ahí se detenía para enseñarme las estrellas, los planetas, las constelaciones, mientras el suave aroma que emanaba de aquella miembro del reino vegetal nos proporcionaba una sensación de estar como flotando. Si mi abuelo hubiese sido astronauta, yo habría querido ir con él a conocer el espacio.
El tiempo a su lado pasaba como una brisa, como oler los aromas de las flores para llenarse de su esencia. La música llenaba mis oídos con su cariñosa armonía. Mi abuelo era ese ser al que toda yo acudía y aún lo hago, para sentirme en paz. Su luz es inmensa y se mantiene constante y cálida, tierna y presente.
Mi abuelo sigue siendo todo un personaje para mí. Un remanso de energía viva que parece acompañarme y guiarme en todo momento, un ser mágico y único. Hasta donde estés abuelo, sabes que te amo y te extraño con toda mi alma. Algún día, volveremos a vernos para tomar el té, y mi abuela estará también, ella, tu muchacha muy bonita.
Me gustará entretenerme junto a ti, cambiando los vagones de los trenes miniatura que tanto te encantan, les pondremos obstáculos sólo para admirarnos con la capacidad de las máquinas. Me contarás de sus medidas, sus pesos, sus cargas, el peralte de sus curvas, la dificultad de su construcción. Miraremos embelesados cómo transitan por los durmientes mientras hacen sonar su traqueteo.
Mi abuelo era ese quien que nos regalaba cada día, cada tarde, cada noche, con la mejor de sus atenciones, quien nos arrullaba con su mirada o nos acompañaba con su picardía. Sus ocurrencias me recuerdan que la vida es como un bizcocho que hay que disfrutar, tanto como el pan que untado de algo empalagoso lo hacía tan feliz.
-¿Crees en Dios abuelo? -Le pregunté un día. Y él únicamente me sonrió. No tuvo qué contestarme nada, él era todos los valores y los sueños, todas las cosas bonitas que algún día quiero disfrutar, ´él era esa sensación de que hay un ser quizás superior con quien puedo comunicarme. Nunca lo vi rezar, pero su alma oraba con la mía. No era necesaria ninguna certeza o fe. Su abrazo era toda mi calma. Gracias abuelo por ser un gran personaje en la historia de mi vida. Te amo.

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