El viaje

Por: Sam Kong

Tenía tiempo que no lo veía y bastante sin marcarme, así que recibí su llamada con enorme gusto. Su voz sonaba animada, varonil, alegre y bromista. – ¡Hermana! – me dijo sin preámbulos posteriores al saludo habitual y cercano: – ¿Cómo estás «mamana»? – Respondí – ¡Extrañándote! ¿Qué haces chamaquillo? ¿Ya hablas para darme lata con tu equipo de futbol americano? –

– Por ahora no, pero… Hablando de ello, ¿Qué opinarías de ir a un juego de futbol americano conmigo?, en vivo y en directo en las Vegas, rentar unas motos, cruzar con ellas, el cañón del Colorado, disfrutar una noche llena de estrellas y regresar para ir a un partido de basquetbol, de esos que te encantan, ¡anímate!, todo está pagado y organizado, yo invito. –

– Vaya, suena tentador, ¿qué tengo qué hacer? – Respondí. 

– Preparar tus cosas, tu pasaporte, nos vamos en tres días – Dijo tranquilo, como no esperando rechazo, aunque tardé en responder.

Moví cielo, mar y tierra. Solicité vacaciones en el trabajo apurando los pendientes, preparé lo necesario para dejar a mis perros encargados con unos vecinos, gestioné mi boleto rumbo a México y hasta cambié divisas en tiempo récord.

Coincidimos en el aeropuerto, nada más verlo, corrí hacia él y me envolvió en uno de sus abrazos, levantándome del suelo. Unas horas después, llegábamos sin contratiempos al hotel en las Vegas. Yo nunca había estado ahí, estaba expectante, sobre todo por la aventura que ya tenía ganas de gozar.

Cervecitas en el bar, una buena comida y salimos caracterizados bien en forma para asistir al partido de americano. El estadio a reventar, los lugares fueron muy atinados. Gritamos como locos, vitoreamos y también grillamos a los jugadores en el campo. Feliz de que hubiera ganado su equipo, nos fuimos del estadio a cenar y seguir la fiesta. Entonados en la buena vida, entramos en un bar. No bien habían pasado unos minutos de estar en la barra, al lado de cada uno de nosotros, se sentaron una chica y un muchacho. Nos invitaron unos tragos, la plática se puso buena. La música subió de volumen y la pista comenzó a llenarse. – ¿Bailas? – me dijo tomándome de la mano. Su piel era suave, su agarre era firme, tenía una barba castaña perfectamente delineada y un cuerpo que denotaba las horas de dedicación en el gimnasio. Cero resistencias le seguí a la pista.

Varias copas atrás, la chica cedió a las insinuaciones de mi hermano, de hecho, ella parecía muy interesada en provocarlo y junto a nosotros, bailaba pegadita a él, a pesar de que la música no correspondía con el ritmo que seguían. Dos minutos después ya estaban besándose.

¿Qué sucedió que… media hora más adelante, el muchacho le tiraba la onda a mi hermano y la chica se insinuaba conmigo? Empujé a mi hermano hacia los baños, mientras veíamos a los fulanos, buscándonos, la puerta de salida estaba para el otro lado. No lo pensamos, íbamos entre muertos de la risa y apresurados. El mesero y dos guardias corrían detrás de ellos para cobrarles la cuenta. Nosotros ya habíamos escapado, “apenitas”.

Milagrosamente levantados y desayunados, fuimos al lugar de renta de las motos y enfilamos en dirección al cañón del Colorado. Mi hermano portaba chaqueta Chopper y un casco como de la segunda guerra mundial que le daba un aspecto de entre rudo y chistoso. Yo llevaba una camiseta sencilla, jeans y apenas una chamarra de mezclilla. Me recogí el cabello, el casco me pesaba. Metimos algunas cosas en los contenedores de las motos y emprendimos el camino.

El cañón con sus paredes rojas, altas, rocosas con informes dibujos en algunas partes y en otras, claras líneas paralelas; y cactáceas esparcidas por todas partes, nos dieron la bienvenida. Nuestra primera parada fue al mirador de la presa Hoover. El viento hacía volar el cabello y amainaba un poco el calor abrazador. Pasamos a hidratarnos a un local de pinta vintage estilo carretera 66 de Estados Unidos.

Salimos a nuestras motos respectivas y enfilamos al siguiente punto. Caímos en cuenta en el mirador de la presa, que había un grupo de choppers como nosotros y tomaban el mismo rumbo. Gozamos el recorrido entre aquellas formaciones, el río corría cercano, el calor comenzó a abrazar. Mi hermano paró para ir al baño y aprovechamos para descansar un poco, los motociclistas nos alcanzaron. Intercambiamos algunas palabras, quien parecía guiar al grupo nos invitó a unirnos. Muchos de aquellos tipos se veían rudos, pero mi hermano me dijo que no creía que hubiera problema, que la mayoría suelen ser agradables, además, podríamos apoyarnos más en el camino, nos fuimos encantados para seguirlos por el cañón.

Imagen de: https://www.grandcanyondeals.com/tourist-attraction/moran-point/

A diferencia de las vías que toman los turistas y el mirador a donde llegan, nosotros llegamos a aquel sitio por otro camino. Frente a nosotros había enormes picos colorados, habíamos llegado a Moran Point, la sobreposición de capas de rocas y su juego de luces y sombras estaban perfectos para plasmarlos en una pintura o hacer fotografías espectaculares. Uno de los choppers de nombre George, se acercó a mi lado, su melena y barbas castañas enmarcaban un rostro tostado por el sol, era muy fornido y tenía un brazo completamente tatuado. Entre sus dibujos, tenía un águila imponente; para hacerle plática, le pregunté si era de sus tatuajes favoritos y por qué había decidido grabárselo.

Nos contó la historia a mí y a mi hermano: George iba con su grupo viajando en moto por una carretera de Estados Unidos con dirección al bosque de las Sequoias, pasaron de una zona pavimentada a brechas estrechas con obstáculos por vencer, aunque habían bajado la velocidad, uno de estos obstáculos apareció de pronto y su mejor amigo cayó de la moto, fue arrastrado por la inercia, la máquina lo aplastó y lo aprisionó entre esta y un árbol de gran tamaño. Trataron de ayudarlo, pero se había ido, cuando lograron liberarlo, por alguna parte, volando encima de los árboles, apareció un águila de cabeza blanca que emitió un agudo sonido mientras la vieron dar vueltas por minutos en torno a todos, hasta que se elevó y no la vieron más. George sintió que su amigo se había transformado en esa ave majestuosa y por eso la puso en su brazo izquierdo y en la zona del corazón. Mi hermano amaba las águilas, abrazó a George.

Llegó la tarde, el sol comenzaba a bajar por detrás de las montañas como un círculo gigante de color más rojo que las moles de piedra. Vimos todos embelesados el paisaje con sus matices, encendimos un fuego al ocultarse el sol para amainar el frío que iba en aumento, sacamos algunas mantas. Uno de los choppers traía una guitarra, se armó la bohemia, el cielo comenzó a llenarse de estrellas, algunas nubes daban un toque de pincel a la bóveda celeste. De algún lado sacaron las botellas, la fiesta calentaba motores. Un muchacho de tez morena con cabello largo y azabache sujetado en una coleta comenzó a tender una manta de algodón en el suelo, extrajo algunas plantas secas y unos recipientes e inciensos que fue prendiendo en orden y que hizo que su característico olor fuera llenando el ambiente. A continuación, abrió sobre la manta, un paquete que iba envuelto en un paliacate y en telas Raso de cielo, lo extrajo con cuidado, contenía varias piezas de cactácea sagrada: el Hikuri, San Pedro, Peyote o para los norteamericanos el Big Chief; limpió cuidadosamente cada una, las colocó en una cacerola con agua que había puesto al fuego y una vez lista la infusión les dio a beber a todos.

Mientras la planta se cocía dispuso todo para la ceremonia, se colocó el paliacate en la cabeza y se adaptó un arreglo con plumas y semillas que hacían ruidos como cascabeles, sujetándolos del mismo. Pasó un sahumerio hecho con las hierbas secas por entre todos los presentes, las sustancias que contenían fueron liberando sus vapores y causando efectos relajantes entre los que ahí estábamos.

Alguien comenzó a tocar un pequeño tambor hecho con cuero, el motorista de la guitarra acompañó con tonos suaves y otro chopper de barbas largas extrajo su armónica. Aquel personaje ahora convertido en chamán comenzó a hablar a todos sobre abrir la conciencia, disfrutar el viaje hacia el interior de uno. Conforme hablaba, el humo de la fogata y la música fueron induciendo a los presentes a un estado primero de relajación y luego de risa y euforia. Mi hermano danzaba con otros y a mi lado como embelesado, se le notaba en éxtasis, sus pupilas habían aumentado de tamaño mostrando el color de sus ojos aún más verde. Yo bailaba junto a George, el chico guapo y simpático de los tatuajes, nuestras manos se entrelazaban y girábamos en círculos tirando nuestras cabezas hacia atrás y luego acercando los cuerpos para repetir el movimiento. Yo sentía que era una con el universo, la montaña estaba dentro de mí, las estrellas, el humo de la fogata me elevaba como un ave, solté mis manos de las de George, abrí mis brazos, dancé y dancé. Vi de reojo que mi hermano se alejaba un poco como buscando el horizonte, subió a una roca muy alta, extendió los brazos y hacía como que volaba, el chamán lo bajó de un jalón de camiseta cuando lo vio aproximarse peligrosamente a la orilla de la roca, antes de que se tirara. Lo llamó con suavidad y le dijo: – ¡caballero águila, regresa, baja! –

El efecto pasó, los cuerpos fueron quedando tendidos junto al fuego hasta que, en el horizonte apareció de nuevo la enorme bola de luz detrás de una montaña al este. Alguien hacía esfuerzos por avivar el fuego para poner café. Desayunamos en silencio, éramos uno con el universo, mi hermano había dormido junto a mí, se despertó como con una resaca, le dolía un poco el estómago, mismo que vació minutos después. Subimos a las motos y seguimos al grupo de nuevo. Al regresar a las Vegas, las luces artificiales, los edificios altos, los coches y su ruido nos aturdieron. Recuperados después de una siesta, nos fuimos juntos al partido de basquetbol, mi euforia regresó durante el juego, pero sobre todo cuando el marcador estaba empatado. Sabíamos que todo se decidiría en la última canasta, en el reloj faltaban diez segundos para llegar a cero. Mi hermano y yo gritábamos – ¡vamos, vamos! – Cayó la bola en el último segundo, mi equipo – ¡ganó! ¡ganamos! – mi hermano festejaba con los brazos abiertos, simulaba las alas de un águila, sonreí como una cómplice. Lo vi con una sonrisa de lado a lado, lo abracé hasta que el estadio se vació, el apretó suavemente sus brazos para envolverme, me mecía como si fuera un bebé.

Ahora, cada que recuerdo aquella abrupta llamada con la invitación en la voz, recuerdo su rostro en esa sonrisa de euforia y éxtasis total, transparente, me abrió sus alas, y decidí seguirlo, en ese viaje, como ya lo intuíamos desde antes, nos dimos cuenta de que éramos uno con el universo.


Pluma y Pensamiento

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