Mi certeza

por: Sam Kong


“La fe es la capacidad de ver lo invisible y creer lo increíble”.

Hallé esta frase en un libro de Mario Borghino: ¡Arriésgate! Vino a mi mente aquella escena hace unos años en que, una médica desconocida, daba la orden de cerrar las puertas de la unidad de emergencias con un código tres que me sonó a un <<si algo no resulta, podemos decir que estaba previsto>>.

Mi hijo había sido ingresado en aquella estancia del hospital. Un grupo aproximado de diez personas en batas y cofias se afanaron junto a él, mientras yo veía a alguien cerrando la puerta y la doctora me daba la orden de tomar asiento en aquella silla que parecía de acusados, mientras me dijo en voz que no admitió discusiones: – Rece y espere – nadie más se quedó conmigo. Estaba sola en aquel silencio, o eso creí, sin embargo, como una especie de flash rápido pasó por mi cabeza, una sensación de certeza, algo que en medio de aquel caos en el que los paramédicos y el personal de urgencias dibujaron el peor escenario, yo simplemente no lo admití.

Mi certeza, por algún motivo, era plena, todo mi cuerpo de pronto, contrario a lo que se pensaría en una situación tan tensa, se relajó, yo tenía aquellas sensaciones de calma, ¿cómo era posible? Y además, ¿cómo fue que no me dejaron por la siguiente hora y media?

Entré como en un mantra, meditaba y hacía oración. Creía en lo invisible. Pensé: – todo estará bien. Mi hijo estará bien, no habrá secuelas. –

Antes de ingresar a aquel hospital buscando ayuda, nos hallábamos disfrutando de una tarde soleada, la fresca brisa del viento, una limonada y los chicos en la alberca nadando felices con amigos que vinimos a ver a otra ciudad, mientras yo los observaba embelesada.

Tomé una foto de mis pies entrelazados, el borde del camastro en que reposaba y la imagen desenfocada del agua y la gente.  La envié a mis amistades diciendo: – aquí sufriendo, ¿a qué hora llegan?

Segundos después, la amiga de mi hijo caminaba hacia mí: – estaba haciendo “bucitos” y me dijo que se sentía un poco mareado, lo recordé, de modo que lo saqué del agua cuando vi que no se movía y lo coloqué en la orilla.

Lo que siguió a continuación, fueron una serie de eventos que desembocaron en llegar al hospital.

Yo sacando del agua el inerte cuerpo de mi hijo. Yo recargando mi cuerpo sobre el suyo para dar compresiones en su pecho.

Él inconsciente, él convulsionando, él frío.

Los paramédicos llegando, los paramédicos luchando por canalizar una vía sanguínea, los paramédicos subiéndolo en la ambulancia y yo con ellos.

Yo abrazando a mi hijo mientras él convulsionaba en la camilla y yo chocaba contra todo, en tanto, la paramédica me recomendaba sentarme pero yo ignoraba su orden, sólo quería saltar aquel tráfico agónico. El tiempo no fue definible hasta que llegué a sentarme en aquella silla y entonces, pareció correr como en cámara lenta, con nadie a mi lado mas que mis pensamientos, mis sensaciones, la escucha lejana del arduo trabajo dentro de aquella estancia, hasta que vi que se reabrió la puerta y con un rostro lívido que jamás olvidaré, un personaje en ropa de mundillo sanitario me dijo: – Ya puede pasar señora, lo hemos salvado “por los pelos” pero…

Esa última palabra debió de haber podido destrozar mi esperanza, sin embargo, no sucedió, porque primero, me sentí aliviada de que “mi güero”, mi pequeño, hubiera salido airoso de aquel encuentro con la muerte.

Entré a donde estaba. Me impacté. Su ausente mirada me abofeteó el ánimo como un grito capaz de sacudir mi certeza. Temblé por primera vez desde que los sucesos se dispararon en una secuencia de frenesís imparables pero, una voz interna me pidió calma y luego, acepté, lo que fuera, lo que podría ser. Me dije que podría con eso y más, que por él estaba dispuesta a superarlo todo. Me abracé a su cuerpo frío que aún convulsionaba. Le quise compartir calor, que él supiera que estaría para él, se lo dije al oído, pero no me respondió, y ese frío, lo capté yo.

Y sin embargo, algo me dijo que… Yo no dudaba, sé que no dudé. Esperé y por muchos minutos, froté su cuerpo, daba masaje en sus piernas heladas, aunque su mirada lo estaba más. Y de pronto… San abrió su garganta y dijo: – ma-ma-ma-má, te-te-ten-go frí-o –

Mi mirada sufrió un cambio, pero fue mi alma la que se llenó de luz.

Y supe… Que había creído en lo invisible, antes de saberlo, que había creído en lo increíble, aún antes de verlo.

Agradecí, lo hice como siempre, pero también como nunca lo había hecho. Respiré por fin.

Pluma y Pensamiento

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