Una lección

Por: Sam Kong

Ella no acababa por decidirse, no era la primera ocasión en que tenía oportunidad, pero en aquel momento cabía la posibilidad. Su padre estaba de regreso. Él volvía de una larga travesía de trabajo, su profesión de capitán de barcos lo mantenía más tiempo en el mar que en tierra y las visitas por casa eran esporádicas.

Su madre se preparaba con anticipación, sabía que todo debía estar perfecto, se requería la mesa bien puesta, la comida mínima de tres tiempos y debía estar al punto de temperatura, eran necesarios los cubiertos de plata, una cuidadosa selección del vino, el café y el postre para finalizar la comida, uno especial, aquel que se preparaba para él y que nunca les tocaba. También debía estar lista, la mesa donde ellas se sentaban y la cuál quedaba a un lado. Ponían platos más sencillos, cubiertos y alimentos más modestos y sólo preparaban dos tiempos.

Sonó el timbre, ellas tenían que formarse para recibirlo, siempre decían que era como pasar lista. Además, debían hacer lo necesario para dar a notar que lo habían extrañado, así le gustaba al capitán. La madre era la primera, se acercaba, le daba un beso tímido y recibía un abrazo suave y quizá un pellizco en la mejilla. La mayor debía seguir. Hacía una breve reverencia y le daba un beso también en el cachete. La mediana continuaba con el mismo ritual y, por último, ella, la más chica, la que siempre quería rebelarse, arrugó el ceño y cambió los ensayados movimientos por el de extenderle la mano. Luego le dijo: – Bienvenido sea padre. –

Él apretó su mano con fuerza y la jaló hacia sí: – Dame un beso – demandó. Ella no hizo nada para hacerle el cumplido. La madre, acostumbrada al carácter de la hija, prefirió adelantarse hacia el esposo. Tomó el saco y la gorra del capitán y le dijo en tono conciliador y como restando importancia al hecho, que la comida estaba lista. – Bien, me muero de hambre. –

Pasaron al comedor, la madre se colocó el delantal y él tomó su protagónico lugar, se puso la servilleta de tela para cubrir la camisa. Se mantuvo un par de minutos observándolas, habían crecido, hizo por fin un ademán indicándoles que ya podían sentarse.

La madre trajo el primer plato, él comenzó a comer. Mantuvo el silencio hasta que llegó al segundo plato. Tomó un sorbo de vino, lo saboreó, les dio por fin la señal de que podían comenzar a comer y una por una les fue preguntando por novedades en el colegio y por sus deberes. Pedían permiso para responderle y luego contestaban con escuetos: – Si papá, no papá, todo bien, gracias. –

Terminado el postre, que a ellas no les tocó probar, tomó su pipa, la encendió, el humo llenó la estancia, la madre tosió, pero se cubrió la boca, entonces les dijo que era momento de pasar a la sala. Ordenó a su mujer que trajera el café.

Se sentó en aquel sillón donde sólo podía tomar lugar él. Echó un vistazo alrededor y notó que todo parecía estar como le gustaba. En las repisas con macramé que la madre había tejido, estaban los grandes caracoles que había traído hacía tiempo. También se hallaban sus modelos de barcos en un par de mesitas o en estantes. Le encantaban sus cuadros con nudos marinos y el reloj con forma de rueda de timón. Todo estaba acomodado y limpio. Ellas se mantuvieron en fila y de pie.

Alzó los ojos y las miró por una vez con algo de aprobación. Entonces notó que los ojos de la más chica no se conectaron con los suyos. Ella le ocultaba algo. Directo como era le dijo: – ¡Qué te pasa Julia! –

Ella guardó silencio y bajó la cabeza. Él volvió a preguntar y ahora lo hizo con mayor demanda en la voz: – Pregunté que, si te pasa algo, ¡responde! –

Julia se llevó la mano al bolsillo y extrajo con cuidado un papel. Estaba doblado en dos, lo abrió. Era un recorte de periódico de un diario de Veracruz. Debajo de la fotografía que se mostraba, se leía el nombre de él y el de una hermosa muchacha que lo acompañaba mientras él la sujetaba de la delgada cintura. Además de los nombres, el texto se completaba así: Se comprometen en la gala de la Escuela Naval de Veracruz. Más abajo, estaba la fecha. Era reciente.

La madre se llevó las manos a las mejillas en señal de asombro y susto, se quedó así por un rato, creía a su marido intachable, guardó silencio, no dijo nada. La hermana mayor se atrevió a decir: – Entonces padre ¿cómo estuvo la fiesta? – y se quedó mirándolo con los ojos encendidos. La mediana salió corriendo a su recámara, iba llorando. La menor, Julia, tenía una mirada de satisfacción, se metió el recorte a la bolsa y luego salió de la casa, la siguió la hermana mayor, se escuchó un portazo. La madre dio media vuelta y se dirigió a la cocina, en su trayectoria, tiró de una foto familiar enmarcada que estaba sobre una mesilla, el vidrio se hizo añicos. Él se quedó de pie, estuvo un rato sin poder hacer ni decir nada. Despejó con el pie los vidrios rotos, tomó la foto, recogió su gorra de capitán y su saco y salió de la casa, una lágrima escurría por su mejilla, se puso la gorra para taparse. Nadie volvió a mencionar su nombre, pero a partir de entonces, siempre hubo postre en la mesa.

Pluma y Pensamiento

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    Una lección

    Un capitán de barco, sus reglas, sus lecciones.

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